La trampa de la informalidad

La trampa de la informalidad
Infolatam
Madrid, 24 julio 2014
Por LUIS ESTEBAN G. MANRIQUE
(Especial Infolatam).- La noción de que las pequeñas y medianas empresas (pymes) inciden de manera decisiva en la innovación, productividad y flexibilidad de los mercados laborales de cualquier economía –sea desarrollada o no–, es casi un dogma de fe para muchos economistas. En Alemania, por ejemplo, el llamado sector mittelstand, integrado por 3,5 millones de pymes, es responsable del 80% del empleo privado y del 98% de las exportaciones del país, el de más baja tasa de desempleo de la UE.
Sin embargo, un reciente informe del Banco de Desarrollo de América Latina (CAF) pone en duda esa aseveración al sostener precisamente lo contrario: uno de los mayores problemas de América Latina es que tiene demasiadas pymes.
Las cifras que esgrime son contundentes: casi un 30% de la fuerza laboral de la región trabaja en pymes que se mueven casi invariablemente en la informalidad –es decir, fuera de la legalidad o en un precario equilibrio en sus fronteras–, con empleos de baja productividad que permiten la subsistencia, pero no el acceso a derechos laborales, ni previsionales o a seguros médicos.
Como esos negocios casi no pagan impuestos, generan un círculo vicioso al dejar a los Estados sin recursos para financiar la educación, la sanidad o la seguridad ciudadana. El sector se rige por régimen tributario de excepción: sin facturas ni registros y sin responsabilidad alguna hacia las leyes, reglamentos y pactos establecidos.
Según la Cepal, en el Perú hasta el 74% de los empleos son informales, la cifra más alta en la región. No es casual. Las pymes peruanas son responsables de cerca del 50% del PIB. Pero muchos otros países no están muy lejos. En México, por ejemplo, tres de cada cinco trabajadores trabajan en el sector informal. En Honduras, alrededor del 45% de la fuerza laboral trabaja en pymes.
Pablo Sanguinetti, director del equipo de investigación de CAF que elaboró el informe, la mayor parte de las personas que trabajan en la informalidad o en pymes no lo hacen por afán emprendedor, sino porque no tienen otra salida.
Las cifras son ilustrativas. Mientras que el 30% de los latinoamericanos trabaja en sus propios negocios, en EEUU son solo el 10%. En ese país el 80,4% de los trabajadores son asalariados. En América Latina la media es del 54,8%. La proporción más baja es la de Bolivia (37,2%), seguida por Perú (41,5%) y Colombia (41,7%). Las cifras más altas corresponden a Argentina (71,3%), Costa Rica (70,6%) y Chile (68,5%).
El 90% de las pymes tiene menos de cuatro empleados y dentro de ese grupo, la gran mayoría no tiene siquiera asalariados porque son empresas unipersonales, de pequeños grupos familiares o de pocos “cuentapropistas”, como se les llama en Cuba.
La trampa de la informalidad
La baja productividad, el uso de tecnologías anticuadas y la escasa formación de sus trabajadores impide a las pymes transitar hacia el sector formal. Desde 1980 la productividad per capita en México ha aumentado apenas un 1% al año, lo que explica que el PIB per capita siga siendo el 30% del de EEUU, el mismo de 1990.
El crecimiento medio de la economía mexicana desde 1982 ha sido de un mediocre 2,3% anual pese a que sus exportaciones a EEUU se han sextuplicado desde 1994. La informalidad tiene mucho que ver con esa paradoja: mientras que la productividad aumentó a una tasa media del 5,8% anual entre 1999 y 2009 entre las compañías de más de 500 trabajadores, apenas lo hizo un 1% entre compañías de entre 10 y 500 empleados y cayó un 6,5% entre las menos de 10 trabajadores.
En ese mismo periodo, el empleo entre las pymes pasó del 39% al 42% del total, mientras que ente las grandes compañías se mantuvo en el 20%.
Un problema conocido

En 1986 el Instituto de Libertad y Democracia (ILD), recién creado por el economista peruano Hernando de Soto, publicó El otro sendero, con prólogo deMario Vargas Llosa, un libro que se convirtió en un fenómeno editorial a escala continental al difundir la tesis de que la informalidad no era el origen de los problemas peruanos sino el mejor modo de solucionarlos.
En 1972 la Organización Internacional de Trabajo (OIT) ya había publicado un informe sobre Kenia que describía un dinámico “sector informal” de pequeños empresarios que no pagaba impuestos ni cumplía casi ninguna norma laboral, pero que pese a ello podía constituirse en la mayor fuente del crecimiento del país.
El otro sendero dio con el pulso narrativo y el rigor analítico apropiados para cautivar a lectores de todo el mundo al asegurar que la economía informal era una respuesta popular, espontánea y creativa a la incapacidad estatal para satisfacer las necesidades más elementales de los pobres.
El ILD no encontró evidencias de la existencia de anarquía o caos en el mundo informal sino un conjunto de normas extralegales capaces de regular las relaciones sociales, compensar la falta de protección legal y conseguir progresivamente estabilidad y seguridad para sus derechos adquiridos.
De ser competidores desleales, los informales pasaron a ser percibidos como emprendedores creativos y entusiastas, una suerte de héroes populares que forjaban una economía de mercado luchando contra un Estado arbitrario que solo favorecía a los privilegiados.
Todo ello, descolocó a la izquierda, que veía en la informalidad todo lo que iba mal en las sociedades latinoamericanas: desde la imposibilidad de despegar económicamente a la falta de institucionalidad, el exceso del individualismo y hasta las causas de la delincuencia y la inseguridad.
¿Qué ha cambiado desde los ochenta?
Los años transcurridos desde entonces permiten una valoración más equilibrada de las tesis de De Soto, que han quedado devaluadas por la sostenida reducción de la pobreza pese a la escasa simplificación de los trámites. De hecho, si algo se ha demostrado en las últimos 20 años es que es más fácil reducir la pobreza que la informalidad.
La desregulación económica y el crecimiento han convertido al Perú en un país con uno de los sectores privados mas pujantes de la región por su acumulación de capital y sus millones de nuevos propietarios y empresarios. Quizá por ello el chavismo no ha podido abrirse paso pese que al descrédito de los partidos y las instituciones y la falta de programas o políticas sociales comparables con los de Brasil.
Pero el Estado sigue siendo el mismo de los ochenta, solo que sin inflación ni déficit fiscal. Quienes están fuera del sistema siguen sin querer formalizarse porque no pueden soportar todas las cargas y obligaciones que les impone la legalidad. Sin embargo, algo ha cambiado desde los años ochenta. Aunque dos tercios de las empresas siguen siendo informales, su grado de informalidad no es el mismo debido a la mayor bancarización, la difusión de las tarjetas de crédito y la tecnologías informáticas.
Dado que hoy el 100% de pymes tiene telefonía móvil, todas tienen algún tipo de registro en el sector formal. Para acceder a un crédito empresarial a tasas convenientes o a servicios más adaptados a sus necesidades, los empresarios informales necesitan justificar sus ingresos y hacer transparente su situación. La suma de las oportunidades perdidas por la informalidad supera a los ahorros que obtiene las pymes al no pagar impuestos o tributos formales.
Pero entonces, ¿por qué prefieren seguir siendo informales? Quizá porque mientras las ventajas de la formalidad crecen, también lo hacen sus desventajas. Los trámites para registrar una empresa han disminuido, pero al mismo tiempo han aumentado las exigencias a las que están sometidas las pymes dentro del sistema.
En valor.com.br el economista brasileño Joao Pamplona analiza cómo se viene moviendo esta variable laboral en América Latina. Según datos de la Cepal, en el conjunto de la región el trabajo urbano informal cayó entre 2002-2010 del 47,3% a 45,6%, pero en Brasil pasó del 44,4% al 39%. Pamplona atribuye ese descenso a la mejora –cualitativa y cuantitativa– del mercado de trabajo, las políticas redistributivas de los gobiernos del Partido de los Trabajadores y al mayor poder adquisitivo del salario mínimo. La mayor responsabilidad, concluye, está en el Estado y no en la sociedad.


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